sábado, 20 de diciembre de 2008



Un ángel llamado Betty

No sé cuántos, pero fueron muchos los días que lloramos con mi esposa, la tristeza de habernos desarraigado y abandonar entre otras cosas, la casa, los estudios, los amigos, y aquel “cocker” canela al que nuestras hijas habían bautizado con el nombre de “ricky”.
La escasez de trabajo y la paralización de las empresas petroleras que aguardaban nuevos vientos de cambio, dejaron el tendal de hogares sin el acostumbrado salario que les permitía luchar a diario en una Argentina azotada por una crisis que los más viejos calificaban como la peor y mucho más, aquellos de General Mosconi; un pueblo del norte de Salta erigido sobre el tan preciado “oro negro” pero signado por la cruel contradicción de ser tan pobre, que ya nadie se atreve a soñar.
Desde allí, nos tocó partir hacía Córdoba, donde nos esperaba al menos una esperanza.
Aceptar quedarnos en un pueblito llamado Obispo Trejo, fue muy difícil; pero sabíamos que Dios nunca nos iba a abandonar fuera o no acertada aquella decisión y creer en esto, fue lo único que nos sostuvo en aquellos días en que nuestras fuerzas y principalmente las mías, parecían no existir, agobiadas por el dolor de haber dejado atrás, todo.
Al principio, sentía que todas las miradas en Trejo, se dirigían hacía nosotros cada vez que salíamos por las calles en busca de algo; pero en realidad es tan pequeño el pueblo, que fue fácil darse cuenta que no éramos de allí.
Mientras pasaban los días y dejábamos atrás los meses, fui conociendo personas de las cuales algunas pasaron a ser amigos. Esto me hacía sentir que comenzaba a recuperar parte de lo que había perdido. Cada habitante me resultaba muy particular a medida que lo conocía, y mucho más a partir de historias que circulaban de boca en boca y que pertenecían a personas del lugar.
Mi afición a las letras y estando en vísperas del día del maestro, me llevó a investigar sobre las escuelas del pueblo y los maestros; y fue así como conocí la historia de doña Betty Cabrera de Gaido, la cual me conmovió hasta las lágrimas, de tal manera, que sin haberla conocido personalmente; guardo en mi corazón la sensación de haber podido estrechar su mano a través del relato emocionado de sus amigos, y de Carlitos, Sandra, Roberto y Gaby: sus hijos.
Su finalidad tanto desde su puesto de docente como de ciudadana de Trejo, fue crecer en el servicio y la ayuda mutua, aprendiendo a entregarse sin reservas hasta tocar el límite de sus propias limitaciones, ya que consideraba que ése, era el camino correcto para aprender a amarnos.
Su gran carisma, dulzura y bondad, formaban parte del motor que la impulsaba a hacer cosas como aquellas, cuando cada mañana antes de ingresar a la escuela donde enseñaba, se filtraba a hurtadillas hasta la panadería que tenía su familia y de una brazada veloz y certera llenaba una bolsa de cuero con los sabrosos criollos(bizcochos) que se encontraban recién horneados sobre las enormes bandejas. Luego, al trote, del mismo modo en que había ingresado, regresaba a tomar el pesado portafolios que había dejado en la entrada; y con esa alegría con que una gallina alimenta a sus polluelos, repartía el pan a sus alumnos, pues entendía que con la pancita vacía, sus chiquitos(como ella los llamaba) no podrían aprender y al fin y al cabo aquellos panes, de alguna manera también eran suyos.
Doña Betty, comprendió entre muchas otras cosas, que la vida y las actitudes de un ser humano debían de ser una escuela de amor, donde podemos ayudarnos a encarnar un verdadero camino de solidaridad y que la sociedad debe ser una gran familia donde aprendamos lo que somos, cuanto valemos y lo que podemos llegar a ser. Será por eso que por las noches, antes de irse a descansar, dejaba en la ventana de la cocina, un plato con comida que llenaba el estómago de un huérfano de todo, que deambulaba por las calles del pueblo y que sabía que allí, durante la noche, en la casa de doña Betty y sobre una ventana de la cocina, le esperaba una alegría: un trozo de pan y un plato de comida.
¿Cuán grande era su corazón? Solo Dios lo sabe, o talvez don Bracamonte, el humilde carbonero del pueblo que luego de dirigirse a su hogar sin haber vendido nada, al pasar frente a la casa de ella, casi ya de noche y con su carro repleto; con alegría aguardaba que su amiga, con una enorme sonrisa le dijera: “Hola negro, pero que suerte que venís ahora, justo no tenía ni un carboncito. Bajame tres bolsas, pero dejámelas aquí nomás, luego las hago llevar al fondo”
El pedirle que las dejara al frente de la casa era un pretexto para que él no advirtiera que en realidad en el fondo, doña Betty tenía apiladas varias bolsas, y aunque sabía que le esperaba la misma pregunta que siempre le hacían los suyos, del por qué había comprado otra vez carbón; ella suspiraba y sonreía. Aquel día, don Bracamonte, también iba a poder llevar la comida para sus hijos.
Durante los fríos días del invierno, aquél carbón se convertía en un gran aliado para doña Betty, ya que no era nada raro verla entrar al aula con un enorme tarro que hacía de brasero con el cual menguaba para sus chiquitos, el frío penetrante que se filtraba a través de los vidrios rotos de las ventanas de la escuela. A ella le dolía también en su carne, el rigor del frío sobre los tiernos cuerpecitos de sus alumnos y si hubiera podido abrazarlos a todos juntos como lo hace una gallina a sus crías, seguramente lo hubiera hecho. Tal vez el calor de aquellas brasas, representaba la extensión mágica de sus brazos.
Es que ella interpretó que la sociedad es una gran familia donde aprendemos a jugar y a trabajar, a reír y a llorar, a pelearnos y a perdonarnos, a ser pacientes, a gozar y a sufrir, a hacernos servidores los unos de los otros y a hacernos solidarios con las necesidades de nuestros hermanos. Esto lo tenía bien arraigado en su ser y eran las buenas costumbres que tanto ella como su esposo habían aprendido a compartir durante toda una vida juntos. Compartir como el pan casero que hacía con el pretexto de salvarse de la hiperinflación y que al final de quince unidades amasadas, trece, seguro que regalaba a los amigos y a los necesitados. Parece increíble pero ella era así y nada parecía detenerla.
Es por eso que aún estando enferma de cáncer y casi sin poder caminar, un invierno, mientras caía una fuerte helada, se las ingenió para llegarse casi a media noche hasta la casa de su amiga “Chola”. Llevaba consigo una esperanza, una información para que Chola pudiera conseguir un respirador que necesitaba su hermano que estaba en grave estado por una afección al corazón.
Un mes más tarde, con la resignación y comprensión que solo tienen los santos, interpretando que la muerte es parte de la vida; doña Betty se entregaba mansamente a los brazos de Dios.
Ella ya no está, pero están sus fotos, sus hijos, sus amigos y el hermoso recuerdo de haberla tenido aquí, en este pueblito del norte de Córdoba, donde hoy me toca vivir con mi mujer, mis tres hijas y donde aprendí que los ángeles existen, y aunque no los podamos ver, están aquí, caminando entre la gente.

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